Ciencia
Los genes no lo son todo
Estudios recientes demuestran que podemos introducir cambios en nuestro genoma que pasarán a nuestros descendientes. Al parecer, los genes no pueden determinar por sí mismos cómo somos. ¿En qué medida nuestra conducta puede modificarlos?
Descubrir que no tenemos muchos más genes que un gusano o que una mosca fue un duro golpe para el orgullo sapiens, y quizá también para los científicos que pensaban que el ADN brindaría todas las respuestas sobre la condición humana. Aquello de «es genético» o «tiene el gen de…» dejó de tener demasiado sentido ya a principios del milenio con la secuenciación del genoma humano. Y cada vez está más claro que lo que cuenta no es el ADN y su configuración, sino lo que lo rodea. La realidad es que no somos lo que está escrito en nuestros genes, sino lo que hacemos con ellos. La realidad es que podemos introducir cambios en nuestro genoma, y que las modificaciones que introduzcamos pasarán a los hijos y a los nietos.
Lo realmente importante para la vida no es la composición de la doble hélice, si tenemos tal o cual gen, sino qué genes están encendidos y cuáles apagados. Una de las pruebas más palpables y sobre todo visibles de este hecho la obtuvieron Randy Jirtle, un investigador de la Universidad Duke (Estados Unidos), y su equipo. Sus ratones fueron concebidos, nacieron y crecieron en el laboratorio de Jirtle, y aunque parezca increíble son genéticamente idénticos. La única y fundamental diferencia entre ambos se encuentra en las condiciones en las que discurrió su gestación.
La consecuencia última de la visible diferencia va más allá de la estética, porque el animal amarillo desarrollará obesidad mórbida, diabetes y muy probablemente morirá de cáncer, mientras que su hermano marrón tiene todos los elementos para vivir una vida sana y tranquila.
El experimento de Jirtle ha puesto en juego elementos que intervienen en la vida cotidiana de los humanos, y aunque los investigadores son prudentes a la hora de trasladar las conclusiones de una especie a otra, admiten que cada vez hay más datos que indican que lo que se ha observado con los ratones podría extrapolarse a los humanos. En una primera parte del experimento, el equipo de la Universidad Duke expuso hembras de ratón en gestación a un agente químico, el BPA, que forma parte del plástico que se encuentra en todas las casas (envases, recipientes, biberones, etcétera). Todos los vástagos que nacieron eran amarillos, o, lo que es lo mismo, con predisposición a sufrir las enfermedades mencionadas arriba.
En la segunda parte del estudio nacieron los ratones marrones, los dos de la misma madre y con la misma carga genética. Durante la gestación del roedor amarillo, la madre recibió el BPA y una dieta normal. Sin embargo, durante la gestación del marrón, la progenitora, que también recibió el compuesto del plástico, siguió una dieta especial enriquecida con ácido fólico y genesteína, un folato presente en la soja.
El resultado exterior está a la vista, pero vayamos al interior de las células para ver lo que ha provocado esa diferencia entre hermanos genéticamente idénticos. Lo ocurrido es tan simple como el mecanismo de un interruptor de luz. En este caso, la bombita sería un gen asociado con la obesidad, la diabetes y el cáncer. El interruptor de encendido, el BPA; el de apagado, la dieta. Es decir que, aunque el componente plástico tiene un efecto tóxico que enciende el gen patológico, con la dieta es eliminado. Todo ello se produce a través de una serie de marcas químicas que cuando están presentes en la estructura del gen lo inactivan.
En lo que se refiere a los humanos, recientemente se ha publicado un nuevo estudio en Proceedings of the National Academy of Science, de Estados Unidos, en el que se ha visto cómo pacientes con tumores de próstata lograron apagar dos familias de genes que favorecen la enfermedad. El apagado se produjo tras tres meses de un estilo de vida diferente: llevaron una dieta baja en grasas, con alimentos no procesados y verduras; practicaron técnicas de control del estrés y ejercicio físico, y, por último, también se ocuparon de su mente, asistieron a grupos de apoyo psicosocial -se sabe que el estrés psicológico provoca el encendido y apagado de genes-. Las conclusiones del trabajo son preliminares, pero están en consonancia con las de otros similares, de modo que el camino parece ser el adecuado.
«Hay que luchar contra el determinismo genético. El genoma nos da una tendencia a ser de cierta manera, pero es cómo vivimos lo que hace que seamos de una forma determinada», explica Manel Esteller, director de epigenética del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (Madrid) y del Instituto Catalán de Oncología (Barcelona). Esteller es un reconocido experto en epigenética. Esta disciplina, con poco más de una década de existencia, es una auténtica revolución en la biología; algunos la llaman el segundo genoma o el interlocutor entre genoma y ambiente. La epigenética ha podido dar respuestas donde la genética ya no tenía ninguna; por ejemplo, por qué pueden ser tan diferentes ratones que son genéticamente idénticos.
Huellas «La diferencia entre genética y epigenética probablemente puede compararse con la diferencia que existe entre escribir un libro y leerlo. Una vez que el libro ha sido escrito, el texto (los genes) será el mismo en todas las copias. Sin embargo, cada lector podría interpretar la historia del libro de una forma ligeramente distinta, con sus diferentes emociones y proyecciones, que pueden ir cambiando a medida que se desarrollan los capítulos», comenta Thomas Jenuwein, investigador austríaco.
No tan espectaculares a la vista como los ratones americanos, pero tanto o más significativos, son los resultados del grupo de Manel Esteller. Sus investigaciones con personas genéticamente idénticas son conocidas en todo el mundo por su importancia y trascendencia. El investigador español ha estudiado a decenas de parejas de gemelos de distintas edades, y ha podido observar cómo el tipo de vida va dejando sus huellas en el ADN en forma de genes que se encienden y se apagan. Un solo dato ilustra bastante bien los hallazgos de Esteller: las diferencias en las marcas químicas presentes en los genes de gemelos de 50 años son cuatro veces mayores que las que se pueden encontrar en gemelos de sólo tres años. Además, la disparidad aumenta a medida que aumentan las diferencias en el estilo de vida.
Obviamente, la influencia de la epigenética en nuestras vidas no se limita a las patologías como el cáncer, que es el principal objetivo de Manel Esteller, sino que condiciona el proceso de envejecimiento, el comportamiento y, por supuesto, la salud emocional y mental. «Estamos estudiando la enfermedad de Alzheimer, y hemos encontrado que el patrón epigenético [las marcas químicas en el ADN] de un cerebro con esta patología es diferente del de uno sano», explica Esteller. También en las cada vez más frecuentes enfermedades autoinmunes se han observado cambios epigenéticos que hacen que algunos genes se expresen y, por tanto, se produzca una respuesta inmune contra el propio organismo. Tampoco los trastornos cardiovasculares escapan de esta sutil marca.
Y lo más importante es que todos los cambios epigenéticos se transmiten a las generaciones futuras. Son ya famosos los experimentos que llevó a cabo Michael Meaney, de la McGill University de Montreal (Canadá), con ratas; en ellos se observó que cuando las hijas de madres descuidadas y poco amorosas eran criadas por ratas cariñosas y afectivas la herencia genética quedaba de lado, y cuando esas hijas se convertían a su vez en progenitoras se comportaban como sus madres adoptivas y no como las biológicas. Dicho de otro modo, la herencia no es ni mucho menos una fatalidad, porque es posible cambiarla.
En el caso de los humanos, algunos estudios de poblaciones han encontrado que el tipo de alimentación de los abuelos tiene un efecto sobre el riesgo que tendrán los nietos de desarrollar diabetes o enfermedades cardiovasculares. De modo que no sólo somos lo que comemos nosotros, sino lo que comieron, lo que respiraron, lo que sintieron nuestros ancestros. Hasta ahora, estas tendencias no tenían una confirmación biológica, pero «cada vez hay más datos que sugieren que la epigenética sana se transmite a las generaciones futuras, y la alterada, también», asegura Esteller. O sea, como ha dicho un conocido genetista del University College London, «todos somos guardianes de nuestro genoma».
De hecho, la epigenética, además de su impacto directo en nuestra vida, remueve los cimientos de la mismísima teoría de la evolución. Parece que Charles Darwin no tenía toda la razón. Por su parte, el despreciado Jean-Baptiste Lamarck, un naturalista francés ligeramente anterior a Darwin que de alguna manera ya había descrito la epigenética en el siglo XIX, debería obtener finalmente su lugar en el olimpo científico. Para Darwin, los cambios en el ADN que se dan en el proceso evolutivo son fruto del azar, mientras que Lamarck sostenía que se producen debido a la interacción con el medio ambiente y a la adaptación a él. Los seguidores de Darwin despreciaron y casi borraron de la historia de la ciencia la teoría lamarckiana, hasta que las investigaciones epigenéticas aparecieron en escena y comenzaron a dar pruebas objetivas de su validez. «Lamarck no debería haber sido tan denostado», opina Esteller.
Efecto placebo Continuando con la idea de modificar la biología, Bruce Lipton, en el libro mencionado anteriormente, va un paso más allá en las implicaciones de la epigenética y la pone en relación con el cerebro y el poder de la mente para producir cambios biológicos. El denominado efecto placebo es el más claro de ellos: un alto porcentaje de pacientes se curan porque creen que están recibiendo un medicamento cuando lo que están tomando es un simple caramelo. El científico estadounidense menciona el caso de una mujer que participaba en un ensayo clínico con un antidepresivo y que mejoró espectacularmente de una depresión de años. La participante no recibía el antidepresivo, sino placebo, pero lo destacado del asunto es que las pruebas de imagen mostraban que la actividad de su cerebro había cambiado. La biología respondió a algo tan inmaterial como la sugestión o el pensamiento. Y para ilustrar que lo contrario también se cumple, el caso de un hombre que, tras ser diagnosticado de cáncer de esófago y haber recibido los tratamientos pertinentes, muere tal y como sus médicos le habían asegurado y vaticinado. Lo curioso del caso es que cuando le practicaron la autopsia no encontraron suficientes signos de cáncer como para haberle causado la muerte. Uno de los terapeutas que lo atendieron dijo en un programa de Discovery Health Channel: «Murió con cáncer, pero no de cáncer».
Existe un cada vez más nutrido grupo de investigadores que estudian los aspectos más misteriosos del cerebro, como la conciencia, los límites de la mente y esa capacidad para cambiarse a sí mismo que tiene efectos sobre la biología. Ahí entran los numerosos experimentos que se han realizado en torno a la meditación, las terapias conductistas y la visualización, entre otras. Sin embargo, siguen siendo cuestiones controvertidas, y muchos neurocientíficos prefieren no entrar en ellas por considerar que no son materia de ciencia. Se ha dicho muchas veces que éste es el siglo del cerebro, de modo que es de esperar que, al igual que la epigenética ha aparecido para cubrir las lagunas que dejaba la genética, surja una epineurología (epi, prefijo griego que significa sobre o por encima).
Por Angela Boto (EL PAIS S.L.)
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